El presente artículo tiene por objetivo hacer un breve panorama de la estructura agraria de América Latina y sus principales consecuencias para sus pueblos, con el fin de posibilitar una mejor comprensión de la cuestión agrario-campesina, cuestión central y principal en todos esos países, en los cuales se desenvuelve un capitalismo de tipo burocrático, asentando sobre bases semicoloniales y semifeudales.
Para ello se utilizaron los datos estadísticos elaborados por Oxfam, que en noviembre de 2016 lanzó un estudio titulado “Desterrados: tierra, poder y desigualdad en América Latina”. El estudio hace un análisis de la distribución de la tierra de quince países de América Latina y de la relación entre la distribución de la tierra y las desigualdades sociales, económicas y políticas existentes en la región.
El artículo será dividido en 5 partes, a saber:
Parte 1: abordará el papel del modelo agroexportador.
Parte 2: La distribución de la tierra en la región.
Parte 3: La relación entre la propiedad de la tierra y el poder político-económico.
Parte 4: Abordará las políticas de “reforma agraria” y demarcación de territorios indígenas.
Parte 5: El recrudecimiento de la violencia en las luchas por la tierra y territorio practicadas por las clases dominantes reaccionarias y la resistencia de los pueblos del campo, destacando las masas campesinas.
Las venas de América Latina continúan abiertas. El modelo agroexportador, “herencia” maldita del período colonial y cáncer actual, manifestación de la semicolonialidad, sigue siendo el principal “motor” de la economía en esta región. Tal permanencia es resultado de un proceso de “independencia” meramente formal, teniendo en vista la ausencia de revoluciones democráticas de viejo tipo victoriosas.
El proceso de formación inconcluso de los Estados nacionales latinoamericanos mantuvo un sistema de acumulación asentado en el latifundio, con la explotación de la fuerza de trabajo y con la apropiación de la riqueza por una oligarquía, que en general, manifestó y manifiesta poco aprecio por la nación y por el pueblo.
Los consecutivos gerenciamientos de turno que se han alternado en la administración de los viejos Estados latinoamericanos han mantenido el modelo agroexportador como base de sus economías, incluso aquellos que se autodenominan de “izquierda”. Ver los casos de Lula (2003-2010) en Brasil, Evo Morales (2006-) en Bolivia, Michelle Bachelet (2014-) en Chile, Rafael Correa (2007-2017) en Ecuador y Hugo Chávez (1999-2013) en Venezuela.
Este modelo se basa en la extracción y explotación de los recursos naturales para la obtención de grandes volúmenes de materias primas, en general, con un mínimo de procesamiento y de bajo valor agregado, dirigidas principalmente a los países imperialistas. Sin embargo, la oscilación de los precios de las materias primas en el mercado mundial hace a los países de la región dependientes y sus economías inestables.
De acuerdo a Oxfam, en América Latina el modelo agroexportador en la agricultura se caracteriza por la plantación monocultora de caña de azúcar, palma de aceite y soja. En la ganadería predomina la cría de ganado bovino. En la silvicultura, el monocultivo del eucalipto.
En el 2014, las materias primas dominaban la pauta de exportaciones de la mayoría de los países de la región. En el caso de Chile y Ecuador, las materias primas representaban más del 80% de las exportaciones. En Panamá, Colombia, Bolivia, Paraguay y Uruguay las materias primas representaban entre el 70 y el 79% de las exportaciones. En Venezuela, casi el 70%. En el Perú casi el 60%. En Argentina, Brasil y Nicaragua entre el 40 y el 50% de las exportaciones. Los menores valores ocurrieron en El Salvador, República Dominicana y México, en los que las materias primas eran menos del 20% de las exportaciones.
La explotación de los recursos naturales en América Latina ha sido cada vez más financiada con capitales internacionales. Entre 1998 y 2007, las Inversiones Extranjeras directas (IED) en los sectores extractivos crecieron a un ritmo del 26% al año y de forma especialmente acelerada en países como Perú, en el que se han descubierto recientemente nuevos depósitos de hidrocarburos y minerales. “A fin de atraer esa inversión, los países aceptan ceder el control de sus recursos estratégicos y firmar acuerdos internacionales […] y de inversión diseñados para blindar los intereses de las corporaciones, llevando a la pérdida de la soberanía nacional y la desprotección de los derechos de las personas”, subraya el estudio de Oxfam. En ese sentido, el modelo agroexportador socava la soberanía de la nación, contribuyendo a su subyugación por el imperialismo.
El énfasis en un modelo agroexportador afecta el acceso y el control de la tierra. La expansión de este modelo implica la invasión, expropiación y/o degradación de las tierras de comunidades campesinas, indígenas y afrodescendientes, además de áreas naturales.
La expansión de las plantaciones agrícolas y forestales, de la ganadería, de las extracciones minerales y petroleras, contribuyen también a la disminución de la cantidad de tierras destinadas hacia la producción de alimentos para el mercado interno y consecuentemente, para el abastecimiento de la población.
Por ejemplo, en Brasil, durante el 2014, los monocultivos de la caña de azúcar y la soya ocupaban el 50,1% de la superficie total cultivada del país. Mientras, el arroz y los porotos ocupaban menos de 10 millones de hectáreas, la soya abarcaba un área de 30 millones y el maíz 15 millones de hectáreas. La soya y el maíz se utilizan principalmente para la engorda animal.
En Colombia, también en 2014, 7,1 millones de hectáreas -de una superficie agrícola de 8,5 millones- se ocupaban con los monocultivos de café, caña de azúcar y palma de aceite para la exportación, resultado: Colombia tuvo que importar arroz y porotos para abastecer a su población, lo que encareció el precio de estos alimentos.
En el Perú, en 2013, la explotación minera cubría un área equivalente al 21% del territorio nacional (27 millones de hectáreas).
Al considerar la cantidad de tierras controladas por el modelo agroexportador, su volumen de exportación, las inversiones estatales y privadas recibidas y los subsidios ofrecidos por los viejos Estados, se constata que este modelo, de manera general, poco contribuye a los sistemas tributarios, generando una baja contribución fiscal, lo que mina el poder de inversión de los viejos Estados de la región.
Además, en la región, la expansión del modelo agroexportador fue acompañada por el desmantelamiento de los pocos servicios estatales de crédito, seguros, asistencia tecnológica y comercial dirigidos a la agricultura campesina.
Es la lógica del capitalismo, la producción es socializada, pero la apropiación del fruto del trabajo es individualizada, pues la propiedad privada está concentrada (monopolizada) en manos de una pequeña proporción de la población. Así, la riqueza generada por el modelo agroexportador es desigualmente distribuida, así como también sus efectos destructivos. Para las clases dominantes es el bono, mientras que para el pueblo la carga.
Para ello se utilizaron los datos estadísticos elaborados por Oxfam, que en noviembre de 2016 lanzó un estudio titulado “Desterrados: tierra, poder y desigualdad en América Latina”. El estudio hace un análisis de la distribución de la tierra de quince países de América Latina y de la relación entre la distribución de la tierra y las desigualdades sociales, económicas y políticas existentes en la región.
El artículo será dividido en 5 partes, a saber:
Parte 1: abordará el papel del modelo agroexportador.
Parte 2: La distribución de la tierra en la región.
Parte 3: La relación entre la propiedad de la tierra y el poder político-económico.
Parte 4: Abordará las políticas de “reforma agraria” y demarcación de territorios indígenas.
Parte 5: El recrudecimiento de la violencia en las luchas por la tierra y territorio practicadas por las clases dominantes reaccionarias y la resistencia de los pueblos del campo, destacando las masas campesinas.
Las venas continúan abiertas
Las venas de América Latina continúan abiertas. El modelo agroexportador, “herencia” maldita del período colonial y cáncer actual, manifestación de la semicolonialidad, sigue siendo el principal “motor” de la economía en esta región. Tal permanencia es resultado de un proceso de “independencia” meramente formal, teniendo en vista la ausencia de revoluciones democráticas de viejo tipo victoriosas.
El proceso de formación inconcluso de los Estados nacionales latinoamericanos mantuvo un sistema de acumulación asentado en el latifundio, con la explotación de la fuerza de trabajo y con la apropiación de la riqueza por una oligarquía, que en general, manifestó y manifiesta poco aprecio por la nación y por el pueblo.
Los consecutivos gerenciamientos de turno que se han alternado en la administración de los viejos Estados latinoamericanos han mantenido el modelo agroexportador como base de sus economías, incluso aquellos que se autodenominan de “izquierda”. Ver los casos de Lula (2003-2010) en Brasil, Evo Morales (2006-) en Bolivia, Michelle Bachelet (2014-) en Chile, Rafael Correa (2007-2017) en Ecuador y Hugo Chávez (1999-2013) en Venezuela.
Este modelo se basa en la extracción y explotación de los recursos naturales para la obtención de grandes volúmenes de materias primas, en general, con un mínimo de procesamiento y de bajo valor agregado, dirigidas principalmente a los países imperialistas. Sin embargo, la oscilación de los precios de las materias primas en el mercado mundial hace a los países de la región dependientes y sus economías inestables.
De acuerdo a Oxfam, en América Latina el modelo agroexportador en la agricultura se caracteriza por la plantación monocultora de caña de azúcar, palma de aceite y soja. En la ganadería predomina la cría de ganado bovino. En la silvicultura, el monocultivo del eucalipto.
En el 2014, las materias primas dominaban la pauta de exportaciones de la mayoría de los países de la región. En el caso de Chile y Ecuador, las materias primas representaban más del 80% de las exportaciones. En Panamá, Colombia, Bolivia, Paraguay y Uruguay las materias primas representaban entre el 70 y el 79% de las exportaciones. En Venezuela, casi el 70%. En el Perú casi el 60%. En Argentina, Brasil y Nicaragua entre el 40 y el 50% de las exportaciones. Los menores valores ocurrieron en El Salvador, República Dominicana y México, en los que las materias primas eran menos del 20% de las exportaciones.
Porcentaje de participación de las materias primas en el valor de las exportaciones de una selección de 15 países de América Latina – 2014 |
El énfasis en un modelo agroexportador afecta el acceso y el control de la tierra. La expansión de este modelo implica la invasión, expropiación y/o degradación de las tierras de comunidades campesinas, indígenas y afrodescendientes, además de áreas naturales.
La expansión de las plantaciones agrícolas y forestales, de la ganadería, de las extracciones minerales y petroleras, contribuyen también a la disminución de la cantidad de tierras destinadas hacia la producción de alimentos para el mercado interno y consecuentemente, para el abastecimiento de la población.
Por ejemplo, en Brasil, durante el 2014, los monocultivos de la caña de azúcar y la soya ocupaban el 50,1% de la superficie total cultivada del país. Mientras, el arroz y los porotos ocupaban menos de 10 millones de hectáreas, la soya abarcaba un área de 30 millones y el maíz 15 millones de hectáreas. La soya y el maíz se utilizan principalmente para la engorda animal.
En Colombia, también en 2014, 7,1 millones de hectáreas -de una superficie agrícola de 8,5 millones- se ocupaban con los monocultivos de café, caña de azúcar y palma de aceite para la exportación, resultado: Colombia tuvo que importar arroz y porotos para abastecer a su población, lo que encareció el precio de estos alimentos.
En el Perú, en 2013, la explotación minera cubría un área equivalente al 21% del territorio nacional (27 millones de hectáreas).
Superficie agrícola en países seleccionados – 2014 |
Además, en la región, la expansión del modelo agroexportador fue acompañada por el desmantelamiento de los pocos servicios estatales de crédito, seguros, asistencia tecnológica y comercial dirigidos a la agricultura campesina.
Es la lógica del capitalismo, la producción es socializada, pero la apropiación del fruto del trabajo es individualizada, pues la propiedad privada está concentrada (monopolizada) en manos de una pequeña proporción de la población. Así, la riqueza generada por el modelo agroexportador es desigualmente distribuida, así como también sus efectos destructivos. Para las clases dominantes es el bono, mientras que para el pueblo la carga.
Concentración de tierra
América Latina es la región del mundo con la peor distribución de las tierras. Esta extrema concentración de la tierra en América Latina ha afectado el desarrollo económico y social de sus países, no limitándose sólo a las áreas rurales.
Oxfam destaca que “la extrema desigualdad en el acceso y control de la tierra es uno de los grandes problemas no resueltos en América Latina”, siendo “al mismo tiempo causa y consecuencia de estructuras sociales polarizadas y con niveles intolerables de pobreza y desigualdad”. Este problema contribuye a la limitación de los empleos, expulsión de la población del campo (éxodo rural), ampliación de la pobreza y miseria en las ciudades, además de la pérdida de la soberanía alimentaria.
Antes de pasar el análisis de los datos estadísticos sobre la distribución de la tierra en la región, cabe señalar cuatro importantes aspectos metodológicos utilizados en el estudio aquí discutido. En primer lugar, Oxfam se basó en los censos agropecuarios de 15 países de América Latina. Los censos se basan en explotaciones agropecuarias y no en propietarios. Así, una persona puede poseer o administrar más de una explotación, lo que hace que el grado de concentración de la tierra sea mayor que el aquí presentado.
En segundo lugar, los campesinos sin tierra no se contabilizan, pues en muchos países no se sabe cuántos son. Si éstos se contabilizaban, el grado de concentración de tierra sería aún mayor.
Tercero, los censos no se realizan con la frecuencia necesaria. La Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) recomienda actualizar el censo agropecuario al menos cada diez años. En la práctica, pocos países realizan esa recomendación, incluso Brasil, que realizará su Censo Agropecuario este año. En ese sentido, los datos aquí utilizados no se refieren al mismo año, pero posibilitan una visión general de la estructura agraria de América Latina.
Cuarto, el tamaño de los territorios de los países latinoamericanos varía bastante, desde países con extensión continental como Brasil, a países como El Salvador, menor que muchas ciudades brasileñas, lo que lleva a diferencias en la definición de lo que son grandes y pequeñas explotaciones agrícolas.
A partir del análisis de los datos de los 15 censos agropecuarios de países latinoamericanos, la Oxfam concluyó que el 1% de las explotaciones agropecuarias tenían más tierras que el 99% restante. El 1% de las propiedades de mayor tamaño concentraban más de la mitad de la superficie agrícola: el 1% de las explotaciones agropecuarias realizadas en latifundios concentraban el 51,19% de las tierras; El 99% de las explotaciones ocupaban el 48,81%. En promedio, las grandes propiedades presentan un tamaño de 2 mil hectáreas, equivalente a 4 mil campos de fútbol.
Porcentaje de tierra controlada por el 1% de las grandes explotaciones agropecuarias frente al 99% restante |
La proporción de tierras concentradas de las explotaciones agropecuarias practicadas en latifundios varía en los 15 países. Los casos más extremos son en Colombia, Chile, Perú, Paraguay y Bolivia. Los países menos desiguales son Uruguay, Ecuador y Nicaragua.
En Colombia, el 0,4% del total de las explotaciones agropecuarias en latifundios concentraban el 68,6% de la tierra productiva. En Chile, el 0,89% de las grandes explotaciones ocupaban el 74,49% de las tierras, el restante ocupaba el 25,51%. En el Perú, el 1,06% de las grandes explotaciones ocupaban el 77,03% de las tierras, mientras que el resto poseía el 22,97%. En Paraguay, el 1% concentraba el 71,30% de las tierras, el 99% restante ocupaba el 28,70%. En Bolivia, el 1% de las grandes explotaciones concentraban el 65,72% de las tierras y el 99% concentraba el 34,28%.
En el Brasil, el 1% de las grandes explotaciones concentraban el 44,42% de las tierras, mientras que el 99% restante tenía el 55,58%.
A pesar de que la tierra está concentrada en manos de terratenientes y empresas, en América Latina predominan las explotaciones agropecuarias realizadas en pequeñas propiedades. Según Oxfam, de cada cinco explotaciones agropecuarias, cuatro son pequeñas propiedades. En América Latina, las pequeñas propiedades eran el 82,7% de las explotaciones agropecuarias. Sin embargo, el 80% de las pequeñas propiedades ocupaban menos del 13% de las tierras en la región.
En América del Sur, la pequeña propiedad tiene en promedio 9 hectáreas, y en América Central 1,3 hectáreas. El pequeño tamaño de la propiedad tiende a colocar a las familias campesinas en estado de vulnerabilidad y de inviabilizar una producción rentable, que garantice la supervivencia de las familias. Lo que puede contribuir a la migración de la familia campesina hacia la ciudad (éxodo rural), principalmente de sus miembros más jóvenes.
Superficie controlada por las pequeñas explotaciones agropecuarias en América Latina |
Los países que presentaban la mayor participación de las pequeñas propiedades en el total de las explotaciones agropecuarias fueron Paraguay, Guatemala, Brasil, El Salvador y Colombia.
En Paraguay, las pequeñas propiedades eran el 91,4% del total de las explotaciones agropecuarias; En Guatemala eran el 86,5%; 86% en Brasil; En El Salvador eran 85,8% y en Colombia eran el 84% del total de las explotaciones.
Los países en los que las pequeñas propiedades ocupaban menos tierras fueron Colombia, Chile, Perú, Paraguay y Costa Rica.
En Colombia, las pequeñas propiedades manejaban el 3,8% de las tierras; En Chile el 3,9%; En Perú el 5,9%; En Paraguay 6,3%; Y en Costa Rica el 7,7% de las tierras.
Relacionando la proporción de pequeñas propiedades frente al total de las explotaciones agropecuarias y la cantidad de tierras controladas por las pequeñas propiedades, se verifica que en Paraguay las pequeñas propiedades, que eran el 91,4% de todas las explotaciones, ocupaban apenas el 6,3% de las tierras. En Colombia, las pequeñas propiedades eran el 84% de todas las explotaciones, pero sólo tenían el 3,8% de las tierras. En Brasil, las pequeñas propiedades eran el 86% de las explotaciones, sin embargo, ocupaban sólo el 21,4% de las tierras.
En la mayoría de los países hubo una ampliación del área de producción agropecuaria, normalmente, a costa de las tierras campesinas e indígenas, además de la vegetación original.
En Paraguay, entre 1991 y 2008, fueron incorporados siete millones de hectáreas, de las cuales seis millones correspondían a latifundios. La pequeña producción perdió 16% de su superficie productiva. En Colombia, el latifundio se expandió ocupando 77% del área agropecuaria en 2014, mientras las explotaciones con menos de 10 hectáreas se redujeron, poseyendo apenas el 4% de las tierras.
Porcentaje de tierra en manos del 1% de las explotaciones agropecuarias de mayor tamaño |
El análisis de los datos permite afirmar que en América Latina predomina la pequeña propiedad, sin embargo, la mayor parte de las tierras ha sido apropiada por el latifundio, mientras que las pequeñas explotaciones se han limitado a diminutas extensiones de tierras.
Las pequeñas propiedades, en su mayoría, están compuestas de campesinos, que se basan en el trabajo familiar, producen para la subsistencia y/o abastecen gran parte del mercado interno, pero casi no reciben apoyo estatal o privado. En criterios relativos, la pequeña propiedad es más productiva y eficiente económicamente que los latifundios, sea de viejo o nuevo tipo (agronegocio).
Los censos agropecuarios llevados a cabo en América Latina. |
Tierra y poder
El monopolio de la tierra es fuente de poder político y económico. La disputa por la tierra siempre ha sido una disputa por poder. El control de esta por las clases dominantes reaccionarias se ejerce principalmente mediante la violencia. El que ejerce el control de la tierra decide sobre su uso y determina el destino de los beneficios de su explotación.
Las clases dominantes, especialmente los terratenientes, han utilizado su poder para influir en las decisiones políticas y reguladoras que afecten a sus intereses en torno a la tierra. Además, los monopolios nativos o extranjeros, instrumentos de dominación del imperialismo, han aumentado su actuación en el sector agropecuario en la región aquí analizada.
Un conjunto de factores ha atraído el interés de los monopolios extranjeros en América Latina, tales como: la demanda insaciable por materias primas y energías por las potencias imperialistas, el precio más bajo de la tierra, la disponibilidad de agua, beneficios fiscales, subsidios, facilidades en la remesa de los beneficios hacia el exterior, legislaciones ambientales y laborales frágiles, etc.
Los monopolios ejercen su dominio a través de un complejo sistema de relaciones políticas, económicas (comerciales y financieras), legal e ilegal, lícito e ilícito. La participación no siempre es evidente.
El estudio de Oxfam destaca la dificultad de saber quiénes son los propietarios de las tierras en la región, ya que la oscuridad de las transacciones, el uso de sociedades fantasmas, la titulación a nombre de terceros, el secreto y las barreras burocráticas en los órganos de los viejos Estados que administran los catastros y los registros de la propiedad crean un escudo que oculta la verdadera identidad de los propietarios.
Un conjunto de factores aislados que conjuntamente posibilitan el dominio completo de la tierra y de sus recursos naturales por los monopolios, tales como: el control de los flujos de capitales del mercado vía acción monopolista, de las acciones de un rol de empresas; La creación de filiales; Los acuerdos con empresas nativas, latifundistas y hasta campesinos; La influencia en las decisiones de los organismos internacionales (OMC, G7, G20, etc.) y de los gerenciamientos (“gobiernos”, nota nuestra) de turno sobre las medidas y los marcos normativos que afecten sus intereses.
El control ejercido por los monopolios se hace en toda la cadena productiva (producción, circulación y comercialización). Por ejemplo, las materias primas agrícolas producidas son adquiridas por las multinacionales, que se ocupan de su recolección, procesamiento y distribución en el mercado mundial. Este mercado ha sido dominado por el oligopolio del “ABCD”, integrado por ADM, Bunge, Cargill y Louis Dreyfus, que juntas comercializan gran parte de los alimentos producidos y consumidos en el mundo y, en años recientes, ha controlado casi tres cuartas partes del comercio mundial de granos.
En 2014, en Paraguay, el oligopolio compuesto por Cargill, ADM, Bunge, Compañía Paraguaya de Granos, Noble, Grupo Favero y Louis Dreyfus, ordenados según el grado de importancia, concentró más del 80% de las exportaciones de soja y derivados. Las empresas tenían sus propias infraestructuras de transporte y almacenamiento, incluyendo silos, embarcaciones y puertos en todo el país.
En Bolivia, la exportación de la soja y derivados era controlada por cuatro empresas, que juntas exportaban el 77% de los granos en el país: Gravetal, de Venezuela (31%), Fino, de Perú (22%), ADM (13%) y Cargill (11%).
Es decir, los monopolios extranjeros son los que deciden qué, cómo, cuándo y cuánto producir, así como son quienes se apropian de los mayores beneficios de la explotación de las tierras.
Latifundios, monopolios y el sistema político
Los terratenientes y los monopolios han ejercido fuertes presiones sobre los gerentes de turno y parlamentarios para que éstos adopten medidas políticas que atiendan sus intereses, además de financiar campañas electorales a cambio de favores.
Por ejemplo, en Perú, Ollanta Humala (2011-2016), que llegó a la gerencia federal del viejo Estado con un discurso de “cambio social”, se alió a las clases dominantes, que antes criticaba. Humala nombró agentes de los monopolios para la administración estatal, además de aprobar un “paquetazo” (de medidas gubernamentales, nota nuestra) que privilegió a las mineras, como la flexibilización de los procedimientos de aprobación de estudios ambientales y arqueológicos y la utilización de tierras comunales campesinas.
En Brasil, la bancada latifundista, defiende los intereses de esa clase en el Congreso Nacional. Esta bancada ha sistemáticamente bloqueado cualquier acción estatal de expropiación de inmuebles rurales que no cumplan su función social, tal como establece la propia Constitución burguesa. También rechazan la demarcación de territorios indígenas y quilombolas (refugios de esclavos africanos, nota nuestra).
Monopolio de la tierra y desigualdades
El monopolio de la tierra es tanto una herencia colonial como un cáncer actual. Históricamente, las oligarquías latifundistas, designadas en algunos países como terratenientes, y más recientemente, los monopolios, controlan la tierra, sus recursos y la riqueza generada a partir de ella.
La distribución desigual de las tierras es un problema estructural en toda América Latina, resultado de la ausencia de revoluciones democráticas victoriosas, que distribuyesen e incentivaran el uso de la tierra de forma productiva, contribuyendo al desarrollo de la economía y de la nación.
La concentración de la tierra es un obstáculo para el crecimiento económico de la región, además de ser una de las principales causas de las desigualdades económicas y sociales enfrentadas por sus pueblos. Según Oxfam, las 32 personas más ricas en América Latina concentraban la riqueza equivalente a los 300 millones más pobres, siendo que el 64% de esta riqueza proviene de activos no financieros, destacándose el control de la tierra.
Los terratenientes tienen una serie de privilegios fiscales en la región. Según el estudio aquí utilizado, los impuestos sobre la propiedad de la tierra suelen ser irrisorios debido a tres razones. En primer lugar, “los valores catastrales suelen estar muy por debajo del valor real de mercado y no se actualizan con suficiente frecuencia”. En segundo lugar, “las tasas con que se marca la propiedad rural suelen ser muy bajas y regresivas”. Y tercero, “los gobiernos locales […] a menudo están bajo el control de las élites locales que son propietarias de tierra, que pueden bloquear la aplicación de sistemas impositivos más justos y eficientes”.
Esto contribuye a la improductividad del latifundio y al mantenimiento del carácter especulativo de la tierra, además de negar al acceso a la tierra a millones de campesinos, indígenas y comunidades afrodescendientes.
La democratización de la tierra significa una mejor distribución de los recursos, generando más empleos en las áreas rurales, distribuyendo mejor la riqueza y, por lo tanto, contribuyendo significativamente a reducir la pobreza y las desigualdades. Las pequeñas producciones pueden ser más productivas por hectárea que las grandes cuando existen las condiciones adecuadas.
Al analizar el desarrollo de las estructuras agrarias de los países latinoamericanos, Oxfam destaca que ningún proceso de reforma agraria ha logrado una transformación profunda y duradera de la propiedad de la tierra. Se citan las experiencias de México (década de 1910), Perú (1969), Nicaragua (década de 1980), Bolivia (1953-1954), Paraguay (1963), Brasil (a partir de 1985), Guatemala (1996) y El Salvador (1992).
En México, la reforma agraria, fruto de un proceso revolucionario basado en el lema “tierra para quien en ella vive y trabaja”, realizó a lo largo de la década de 1910 la expropiación de latifundios y la entrega de las tierras a la población, conformándose los ejidos – propiedad colectiva, intransferible, inalienable e innegociable – y comunidades campesinas, en las que la propiedad era estatal. Sin embargo, a lo largo de las décadas siguientes, los avances obtenidos fueron siendo gradualmente removidos. En 1992, los ejidos pasan a ser vendidos. En 2007, el 1% de las grandes explotaciones concentraba el 56,02% de las tierras, mientras que el 99% restante concentraba el 43,98%.
En el Perú, el gerenciamiento militar fascista de Juan Velasco Alvarado (1968-1975), que llegó a la cabeza del viejo Estado tras un golpe en octubre de 1968, distribuyó entre 1969 y 1975 10 millones de hectáreas de tierras expropiadas del latifundio a los trabajadores. En las décadas siguientes ocurrió una reconcentración de la tierra en manos de los terratenientes (latifundistas).
En Nicaragua, entre 1979 y 1990, los gerenciamientos del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) redistribuyeron el 25% de las tierras del país a empresas estatales, cooperativas y familias campesinas. En la década de 1990, gran parte de las cooperativas habían desaparecido. En 2014, las pequeñas propiedades, que eran el 70,8% del total de las explotaciones agropecuarias, ocupaban apenas el 10,7% de las tierras. Por otro lado, el 1% de las grandes explotaciones concentraban el 24,63% de las tierras.
En Bolivia (1953-1954), las tierras entregadas por el viejo Estado nunca llegaron a las manos de aquellos que en ella viven y trabajan. Sólo el 8% de las tierras fueron distribuidas a campesinos y pequeños propietarios durante las décadas de reforma agraria.
En Paraguay, el régimen militar fascista de Alfredo Stroessner (1954-1989), realizó una “reforma agraria” que distribuyó tierras a grandes empresarios, políticos, militares y funcionarios de alto rango en los órganos del viejo Estado. En ese período, éstos recibieron cerca de siete millones de hectáreas de tierras, siendo el 64% vía “reforma agraria”.
En Brasil, según los datos del Instituto Nacional de Colonización y Reforma Agraria (INCRA), el gerente Sarney (1985-1989) asentó 89.950 familias; Fernando Collor e Itamar Franco (1990-1994) asentaron a 60.188 familias; La gestión FHC / PSDB (1995-2002) 540.704 familias; Lula / PT (2003-2010) 614.088 familias; Y Dilma / PT en el primer mandato 107.354 familias. Sin embargo, los números del INCRA son incoherentes. Según el artículo de Ariovaldo Umbelino de Oliveira, los gerenciamientos de Lula asentaron 215 mil familias y Dilma en el primer mandato 31 mil familias. Números exiguos frente a la demanda nacional.
En El Salvador y Guatemala, los “acuerdos de paz”, firmados respectivamente en 1992 y 1996, tenían como clausulas la reversión de una de las causas estructurales de las guerras civiles, la extrema concentración de la tierra en manos de los terratenientes. Dos décadas después, prácticamente nada cambió en la estructura agraria de esos dos países de Centroamérica. En El Salvador, el latifundio concentraba el 28,6% de las tierras, mientras que en Guatemala el 47,96%.
Se debe hacer un paréntesis para registrar que el “acuerdo de paz” entre el viejo Estado colombiano y las FARC también trae como uno de los puntos de la negociación la distribución de la tierra. En el “acuerdo” se habla de una “reforma rural integral”, con la regularización de las pequeñas y medianas propiedades rurales.
En países como Bolivia, Brasil y Ecuador, la Constitución permite al viejo Estado expropiar tierras que no cumplan su función social. Sin embargo, el “sacrosanto” derecho a la propiedad privada está por encima del derecho colectivo, el interés particular por sobre el interés general. “Es mucho más probable que una comunidad sea desalojada para dar paso a una industria extractiva a que un terrateniente sea expropiado para distribuir la tierra entre familias campesinas”, subraya Oxfam.
Estos ejemplos ilustran que el poder latifundista ha impuesto toda su influencia para bloquear o revertir los avances redistributivos que lograron algunos procesos de reforma agraria, principalmente aquellos frutos de luchas armadas.
“Transformar las estructuras de propiedad de la tierra significa enfrentar el poder y alterar un orden social que está enraizado en una cultura que es más cercana al feudalismo que a una democracia moderna donde se menosprecia, explota y discrimina a las personas que trabajan la tierra” dice el estudio.
El estudio de Oxfam permite verificar que Brasil no es el único país de la región en el que la demarcación de las tierras indígenas está prácticamente paralizada.
En Perú es más rápido obtener una licencia para una explotación mineral que una comunidad indígena obtenga su derecho legalmente reconocido sobre el territorio. Para una regularización del territorio, una comunidad indígena debe desarrollar 27 etapas con un período de espera de una década para ver su territorio regularizado. En cambio, una explotación mineral precisa enfrentar 7 etapas y esperar 3 meses para obtener la concesión. Como resultado, entre 2007 y 2015 fueron regularizados 50 territorios indígenas, mientras que han sido aprobados más de 35 mil concesiones minerales, dígase de paso, muchas de ellas en territorios indígenas.
La casi paralización de las demarcaciones de tierras indígenas está relacionada con la expropiación de las tierras para las actividades económicas. “Una de cada tres hectáreas que se entregó en concesión para una explotación mineral, petrolífera, agroindustrial y forestal en América Latina – como en otras regiones del mundo – pertenecen a pueblos indígenas. La expansión minera y petrolífera en Bolivia, Chile, Colombia, Ecuador y Perú, donde cada vez son más frecuentes y agudos con los habitantes indígenas, afectan a sus territorios o alteran las fuentes de agua de las cuencas de las que dependen. En Colombia, las plantaciones de banano y aceite de palma se han instalado sobre las tierras de las que fueron expulsadas violentamente las comunidades afrocolombianas”, denuncia Oxfam.
La causa del fracaso de las reformas agrarias y de las demarcaciones de territorios indígenas está en el hecho de no haberse enfrentado al poder latifundista y destruido su base, que es el latifundio, lo que sólo es posible con la Revolución Agraria, como parte integrante de la Revolución De Nueva Democracia ininterrumpida al socialismo.
La disputa por la tierra en América Latina ha generado a lo largo de los siglos innumerables enfrentamientos internos. La represión y criminalización de las luchas por la tierra y el territorio es un estándar común en la región.
El modelo agroexportador es un fomentador de conflictos territoriales y de desigualdades. La expansión de ese modelo ha contribuido al aumento de los índices de violencia contra las comunidades campesinas, indígenas, afrodescendientes, poblaciones extractivas, entre otros grupos que dependen de la tierra para vivir y trabajar. Estos son agredidos, perseguidos, expulsados, criminalizados, detenidos, asesinados por defender sus derechos a tierra y territorio, y por resistir valiente a las actividades que atentan contra sus medios de vida y trabajo.
El avance del modelo agroexportador se alía a la negación sistemática de los derechos de las poblaciones rurales -que sólo existen en las letras muertas de las leyes- y la adopción de políticas que favorezcan a las clases dominantes, contribuyendo al agravamiento en el cuadro de violencia en América Latina.
La represión se ha intensificado en las últimas décadas, manifestándose principalmente en el aumento en el número de personas asesinadas.
“La creciente persecución y criminalización de comunidades campesinas e indígenas, mujeres y hombres en defensa de la tierra y de los recursos naturales forma parte de una estrategia de represión que se extiende por toda América Latina. Es posible reconocer tácticas comunes muy preocupantes, tales como la militarización de los territorios con estados de excepción cada vez menos excepcionales, la participación en de agentes de seguridad privada y grupos criminales junto a las fuerzas policiales y militares en los desalojos , la instrumentalización del aparato de justicia para deslegitimar la protesta social”, subraya Oxfam.
En 2015, según Oxfam, América Latina fue la región del mundo en la que más se mataron personas en conflictos agrarios: 122 personas asesinadas de las 185 registradas en el mundo. Obviamente este número es subestimado, teniendo en vista que muchos casos no se registran o no son tratados como conflictos agrarios. Brasil lideró los rankings mundiales y regionales de asesinatos, con al menos 50 muertos, casi la mitad de ellos en Rondônia.
En el campo, la impunidad y la acción selectiva del poder judicial hacen que la mayoría de los crímenes cometidos contra las poblaciones rurales ni siquiera sean registrados, lo que imposibilita conocer la dimensión real de la violencia, además de retroalimentarla.
Para una familia campesina perder la posesión de la tierra significa tener que adquirirla o depender de un trabajo asalariado, casi siempre temporal y precario, para asegurar la alimentación y otras necesidades básicas. Para los pueblos indígenas y afrodescendientes, la tierra no sólo presenta un valor económico, consiste en la base material de su identidad cultural.
Algunos ejemplos corroboran la afirmación de que la violencia contra las poblaciones del campo y sus movimientos es algo intencional, fruto de decisiones políticas y de la colusión entre el viejo Estado y las clases dominantes reaccionarias.
En el Paraguay, en 2013, se produjo la reforma a la “Ley de Defensa Nacional y de Seguridad Interna”, que permite que el gerenciamiento (“gobierno”) federal utilice al ejército de manera inmediata para actuar en el país contra “amenazas y enemigos internos”. Movimientos campesinos e indígenas han denunciado que esta ley se ha sumado a otras para profundizar la criminalización de las luchas por tierra y territorio. Los informes de torturas, detenciones arbitrarias, uso abusivo de la fuerza, desalojos y hasta asesinatos han sido denunciados en organismos nacionales e internacionales. En ese país, la aceleración del proceso de concentración, aliado a las políticas del viejo Estado, expulsó a más de 585 mil personas de sus tierras en 10 años.
En Ecuador, el Consejo Nacional Indígena ha denunciado el abuso de la declaración del “Estado de excepción” como una estrategia de los gerenciamientos para reprimir la protesta social en las zonas de interés de la minería y de las petroleras.
En Bolivia, el Movimiento de Trabajadores sin Tierra, ha sido prácticamente anulado por el gerenciamiento de Evo Molares mediante la Ley 477, la que castiga la ocupación de tierras con penas que van desde los 3 a 8 años de detención.
Como dice el aforismo: donde hay opresión, hay rebelión. Y como dice la canción: el riesgo que corrió el palo, corre el hacha. El descontento social es cada vez mayor. La lucha por la tierra y por el territorio no cesa, por el contrario, avanza y se radicaliza.
Frente a la violencia sufrida, las poblaciones del campo se organizan y recurren cada vez más a las ocupaciones para reivindicar sus derechos, rechazando el modelo agroexportador. En esa lucha, se enfrentan a las fuerzas represoras de los viejos Estados y los grupos paramilitares al servicio de terratenientes y monopolios, nativos o extranjeros.
Cabe destacar el papel activo de las mujeres, que han ido a la línea de frente en la lucha por la tierra y por el territorio. Las mujeres de las comunidades afrodescendientes, campesinas e indígenas, además de ser sometidas a explotación y opresión del latifundio, de la gran burguesía (burocrática y compradora) y del imperialismo, sufren con una cuarta montaña: la opresión sexual.
En el campo, el peso de la semifeudalidad, que busca subyugar a las mujeres y subordinarlas al trabajo doméstico es más intenso. Allí, el poder patriarcal se hace más fuerte. La cultura semifeudal hace que las mujeres sean estigmatizadas, hostilizadas y reprimidas cuando se atreven ir contra las normas culturales, sociales y religiosas de las clases dominantes.
Pero las mujeres se han incorporado cada vez más a la lucha por la defensa de la tierra y del territorio. Las mujeres han desempeñado un papel de liderazgo. Las mujeres, muchas veces con sus hijos, encabezan las manifestaciones, resisten a los desalojos, trabajan en la organización de los campamentos y asentamientos.
Por ejemplo, en Honduras, las mujeres afrodescendientes, campesinas e indígenas encabezan la lucha contra los desalojos, muchos de ellos relacionados con proyectos de infraestructura, como hidroeléctricas. Entre 2010 y 2013, más de 1.384 campesinas fueron procesadas en 15 departamentos del país. Entre 2010 y 2015, 109 mujeres fueron asesinadas en el contexto de los conflictos agrarios.
Para las comunidades afrodescendientes, campesinos e indígenas, el acceso y control de la tierra y del territorio no será alcanzado por el camino burocrático a través del viejo Estado, sino por el camino revolucionario. Esta revolución es la Revolución Agraria, que inicia la Revolución de Nueva Democracia, cuyo objetivo es remover las tres montañas que explotan y oprimen a los pueblos de las colonias y semicolonias: el latifundio, la gran burguesía y el imperialismo, sentando las bases para la construcción socialista hacia el luminoso comunismo.
Reforma agraria versus Revolución Agraria
Al analizar el desarrollo de las estructuras agrarias de los países latinoamericanos, Oxfam destaca que ningún proceso de reforma agraria ha logrado una transformación profunda y duradera de la propiedad de la tierra. Se citan las experiencias de México (década de 1910), Perú (1969), Nicaragua (década de 1980), Bolivia (1953-1954), Paraguay (1963), Brasil (a partir de 1985), Guatemala (1996) y El Salvador (1992).
En México, la reforma agraria, fruto de un proceso revolucionario basado en el lema “tierra para quien en ella vive y trabaja”, realizó a lo largo de la década de 1910 la expropiación de latifundios y la entrega de las tierras a la población, conformándose los ejidos – propiedad colectiva, intransferible, inalienable e innegociable – y comunidades campesinas, en las que la propiedad era estatal. Sin embargo, a lo largo de las décadas siguientes, los avances obtenidos fueron siendo gradualmente removidos. En 1992, los ejidos pasan a ser vendidos. En 2007, el 1% de las grandes explotaciones concentraba el 56,02% de las tierras, mientras que el 99% restante concentraba el 43,98%.
En el Perú, el gerenciamiento militar fascista de Juan Velasco Alvarado (1968-1975), que llegó a la cabeza del viejo Estado tras un golpe en octubre de 1968, distribuyó entre 1969 y 1975 10 millones de hectáreas de tierras expropiadas del latifundio a los trabajadores. En las décadas siguientes ocurrió una reconcentración de la tierra en manos de los terratenientes (latifundistas).
En Nicaragua, entre 1979 y 1990, los gerenciamientos del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) redistribuyeron el 25% de las tierras del país a empresas estatales, cooperativas y familias campesinas. En la década de 1990, gran parte de las cooperativas habían desaparecido. En 2014, las pequeñas propiedades, que eran el 70,8% del total de las explotaciones agropecuarias, ocupaban apenas el 10,7% de las tierras. Por otro lado, el 1% de las grandes explotaciones concentraban el 24,63% de las tierras.
En Bolivia (1953-1954), las tierras entregadas por el viejo Estado nunca llegaron a las manos de aquellos que en ella viven y trabajan. Sólo el 8% de las tierras fueron distribuidas a campesinos y pequeños propietarios durante las décadas de reforma agraria.
En Paraguay, el régimen militar fascista de Alfredo Stroessner (1954-1989), realizó una “reforma agraria” que distribuyó tierras a grandes empresarios, políticos, militares y funcionarios de alto rango en los órganos del viejo Estado. En ese período, éstos recibieron cerca de siete millones de hectáreas de tierras, siendo el 64% vía “reforma agraria”.
En Brasil, según los datos del Instituto Nacional de Colonización y Reforma Agraria (INCRA), el gerente Sarney (1985-1989) asentó 89.950 familias; Fernando Collor e Itamar Franco (1990-1994) asentaron a 60.188 familias; La gestión FHC / PSDB (1995-2002) 540.704 familias; Lula / PT (2003-2010) 614.088 familias; Y Dilma / PT en el primer mandato 107.354 familias. Sin embargo, los números del INCRA son incoherentes. Según el artículo de Ariovaldo Umbelino de Oliveira, los gerenciamientos de Lula asentaron 215 mil familias y Dilma en el primer mandato 31 mil familias. Números exiguos frente a la demanda nacional.
En El Salvador y Guatemala, los “acuerdos de paz”, firmados respectivamente en 1992 y 1996, tenían como clausulas la reversión de una de las causas estructurales de las guerras civiles, la extrema concentración de la tierra en manos de los terratenientes. Dos décadas después, prácticamente nada cambió en la estructura agraria de esos dos países de Centroamérica. En El Salvador, el latifundio concentraba el 28,6% de las tierras, mientras que en Guatemala el 47,96%.
Se debe hacer un paréntesis para registrar que el “acuerdo de paz” entre el viejo Estado colombiano y las FARC también trae como uno de los puntos de la negociación la distribución de la tierra. En el “acuerdo” se habla de una “reforma rural integral”, con la regularización de las pequeñas y medianas propiedades rurales.
En países como Bolivia, Brasil y Ecuador, la Constitución permite al viejo Estado expropiar tierras que no cumplan su función social. Sin embargo, el “sacrosanto” derecho a la propiedad privada está por encima del derecho colectivo, el interés particular por sobre el interés general. “Es mucho más probable que una comunidad sea desalojada para dar paso a una industria extractiva a que un terrateniente sea expropiado para distribuir la tierra entre familias campesinas”, subraya Oxfam.
Estos ejemplos ilustran que el poder latifundista ha impuesto toda su influencia para bloquear o revertir los avances redistributivos que lograron algunos procesos de reforma agraria, principalmente aquellos frutos de luchas armadas.
“Transformar las estructuras de propiedad de la tierra significa enfrentar el poder y alterar un orden social que está enraizado en una cultura que es más cercana al feudalismo que a una democracia moderna donde se menosprecia, explota y discrimina a las personas que trabajan la tierra” dice el estudio.
El letargo en la demarcación de las tierras indígenas
El estudio de Oxfam permite verificar que Brasil no es el único país de la región en el que la demarcación de las tierras indígenas está prácticamente paralizada.
En Perú es más rápido obtener una licencia para una explotación mineral que una comunidad indígena obtenga su derecho legalmente reconocido sobre el territorio. Para una regularización del territorio, una comunidad indígena debe desarrollar 27 etapas con un período de espera de una década para ver su territorio regularizado. En cambio, una explotación mineral precisa enfrentar 7 etapas y esperar 3 meses para obtener la concesión. Como resultado, entre 2007 y 2015 fueron regularizados 50 territorios indígenas, mientras que han sido aprobados más de 35 mil concesiones minerales, dígase de paso, muchas de ellas en territorios indígenas.
La casi paralización de las demarcaciones de tierras indígenas está relacionada con la expropiación de las tierras para las actividades económicas. “Una de cada tres hectáreas que se entregó en concesión para una explotación mineral, petrolífera, agroindustrial y forestal en América Latina – como en otras regiones del mundo – pertenecen a pueblos indígenas. La expansión minera y petrolífera en Bolivia, Chile, Colombia, Ecuador y Perú, donde cada vez son más frecuentes y agudos con los habitantes indígenas, afectan a sus territorios o alteran las fuentes de agua de las cuencas de las que dependen. En Colombia, las plantaciones de banano y aceite de palma se han instalado sobre las tierras de las que fueron expulsadas violentamente las comunidades afrocolombianas”, denuncia Oxfam.
Camino burocrático versus camino revolucionario
La causa del fracaso de las reformas agrarias y de las demarcaciones de territorios indígenas está en el hecho de no haberse enfrentado al poder latifundista y destruido su base, que es el latifundio, lo que sólo es posible con la Revolución Agraria, como parte integrante de la Revolución De Nueva Democracia ininterrumpida al socialismo.
Violencia sistémica y actual
La disputa por la tierra en América Latina ha generado a lo largo de los siglos innumerables enfrentamientos internos. La represión y criminalización de las luchas por la tierra y el territorio es un estándar común en la región.
El modelo agroexportador es un fomentador de conflictos territoriales y de desigualdades. La expansión de ese modelo ha contribuido al aumento de los índices de violencia contra las comunidades campesinas, indígenas, afrodescendientes, poblaciones extractivas, entre otros grupos que dependen de la tierra para vivir y trabajar. Estos son agredidos, perseguidos, expulsados, criminalizados, detenidos, asesinados por defender sus derechos a tierra y territorio, y por resistir valiente a las actividades que atentan contra sus medios de vida y trabajo.
El avance del modelo agroexportador se alía a la negación sistemática de los derechos de las poblaciones rurales -que sólo existen en las letras muertas de las leyes- y la adopción de políticas que favorezcan a las clases dominantes, contribuyendo al agravamiento en el cuadro de violencia en América Latina.
La represión se ha intensificado en las últimas décadas, manifestándose principalmente en el aumento en el número de personas asesinadas.
“La creciente persecución y criminalización de comunidades campesinas e indígenas, mujeres y hombres en defensa de la tierra y de los recursos naturales forma parte de una estrategia de represión que se extiende por toda América Latina. Es posible reconocer tácticas comunes muy preocupantes, tales como la militarización de los territorios con estados de excepción cada vez menos excepcionales, la participación en de agentes de seguridad privada y grupos criminales junto a las fuerzas policiales y militares en los desalojos , la instrumentalización del aparato de justicia para deslegitimar la protesta social”, subraya Oxfam.
En 2015, según Oxfam, América Latina fue la región del mundo en la que más se mataron personas en conflictos agrarios: 122 personas asesinadas de las 185 registradas en el mundo. Obviamente este número es subestimado, teniendo en vista que muchos casos no se registran o no son tratados como conflictos agrarios. Brasil lideró los rankings mundiales y regionales de asesinatos, con al menos 50 muertos, casi la mitad de ellos en Rondônia.
En el campo, la impunidad y la acción selectiva del poder judicial hacen que la mayoría de los crímenes cometidos contra las poblaciones rurales ni siquiera sean registrados, lo que imposibilita conocer la dimensión real de la violencia, además de retroalimentarla.
Para una familia campesina perder la posesión de la tierra significa tener que adquirirla o depender de un trabajo asalariado, casi siempre temporal y precario, para asegurar la alimentación y otras necesidades básicas. Para los pueblos indígenas y afrodescendientes, la tierra no sólo presenta un valor económico, consiste en la base material de su identidad cultural.
8º Congreso de la Liga de Campesinos Pobres del Norte de Minas y Sur de Bahia (Foto: Ellan Lustosa/AND). En el lienzo se lee “Contra la crisis: ¡tomar todas las tierras del latifundio! |
Viejo Estado y Latifundio contra movimientos populares
Algunos ejemplos corroboran la afirmación de que la violencia contra las poblaciones del campo y sus movimientos es algo intencional, fruto de decisiones políticas y de la colusión entre el viejo Estado y las clases dominantes reaccionarias.
En el Paraguay, en 2013, se produjo la reforma a la “Ley de Defensa Nacional y de Seguridad Interna”, que permite que el gerenciamiento (“gobierno”) federal utilice al ejército de manera inmediata para actuar en el país contra “amenazas y enemigos internos”. Movimientos campesinos e indígenas han denunciado que esta ley se ha sumado a otras para profundizar la criminalización de las luchas por tierra y territorio. Los informes de torturas, detenciones arbitrarias, uso abusivo de la fuerza, desalojos y hasta asesinatos han sido denunciados en organismos nacionales e internacionales. En ese país, la aceleración del proceso de concentración, aliado a las políticas del viejo Estado, expulsó a más de 585 mil personas de sus tierras en 10 años.
En Ecuador, el Consejo Nacional Indígena ha denunciado el abuso de la declaración del “Estado de excepción” como una estrategia de los gerenciamientos para reprimir la protesta social en las zonas de interés de la minería y de las petroleras.
En Bolivia, el Movimiento de Trabajadores sin Tierra, ha sido prácticamente anulado por el gerenciamiento de Evo Molares mediante la Ley 477, la que castiga la ocupación de tierras con penas que van desde los 3 a 8 años de detención.
El riesgo que corre el palo, corre el hacha
Como dice el aforismo: donde hay opresión, hay rebelión. Y como dice la canción: el riesgo que corrió el palo, corre el hacha. El descontento social es cada vez mayor. La lucha por la tierra y por el territorio no cesa, por el contrario, avanza y se radicaliza.
Frente a la violencia sufrida, las poblaciones del campo se organizan y recurren cada vez más a las ocupaciones para reivindicar sus derechos, rechazando el modelo agroexportador. En esa lucha, se enfrentan a las fuerzas represoras de los viejos Estados y los grupos paramilitares al servicio de terratenientes y monopolios, nativos o extranjeros.
Cabe destacar el papel activo de las mujeres, que han ido a la línea de frente en la lucha por la tierra y por el territorio. Las mujeres de las comunidades afrodescendientes, campesinas e indígenas, además de ser sometidas a explotación y opresión del latifundio, de la gran burguesía (burocrática y compradora) y del imperialismo, sufren con una cuarta montaña: la opresión sexual.
En el campo, el peso de la semifeudalidad, que busca subyugar a las mujeres y subordinarlas al trabajo doméstico es más intenso. Allí, el poder patriarcal se hace más fuerte. La cultura semifeudal hace que las mujeres sean estigmatizadas, hostilizadas y reprimidas cuando se atreven ir contra las normas culturales, sociales y religiosas de las clases dominantes.
Pero las mujeres se han incorporado cada vez más a la lucha por la defensa de la tierra y del territorio. Las mujeres han desempeñado un papel de liderazgo. Las mujeres, muchas veces con sus hijos, encabezan las manifestaciones, resisten a los desalojos, trabajan en la organización de los campamentos y asentamientos.
Por ejemplo, en Honduras, las mujeres afrodescendientes, campesinas e indígenas encabezan la lucha contra los desalojos, muchos de ellos relacionados con proyectos de infraestructura, como hidroeléctricas. Entre 2010 y 2013, más de 1.384 campesinas fueron procesadas en 15 departamentos del país. Entre 2010 y 2015, 109 mujeres fueron asesinadas en el contexto de los conflictos agrarios.
Revolución de Nueva Democracia
Para las comunidades afrodescendientes, campesinos e indígenas, el acceso y control de la tierra y del territorio no será alcanzado por el camino burocrático a través del viejo Estado, sino por el camino revolucionario. Esta revolución es la Revolución Agraria, que inicia la Revolución de Nueva Democracia, cuyo objetivo es remover las tres montañas que explotan y oprimen a los pueblos de las colonias y semicolonias: el latifundio, la gran burguesía y el imperialismo, sentando las bases para la construcción socialista hacia el luminoso comunismo.
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